Pedro Rafael Gutiérrez Doña
Sumado al interés reciente de mi hija por obtener su licencia de conducir, me hizo recordar la inolvidable experiencia por la que tuve que atravesar yo. Tenía en ese entonces, unos 10 años de manejar ya de manera autodidacta, desde aquella primera ocasión que tomé el timón a la corta edad de 9 años, justo a la par de las cálidas aguas de las costas del Pacífico. Al correr de los años, por motivos serios laborales y cansado de dar una que otra mordida a los tiburones que corrompen el tránsito, decidí sacar permiso de conducir y no tener más problemas con la Ley.
Llegaba al curso teórico de manejo doblando las 7 de la noche, justamente allá en Paso Ancho al sur de la capital, luego de parquear mi carro un poco más allá del portón, para disimular inocentemente mi pecado. Manejaba sin licencia, llegaba y salía temprano de clases para no ser visto por el instructor y el resto de mis compañeros. Gané el examen teórico sin mayores problemas, después de que ese día, el instructor me esperaba a las 7 en punto en el portón, para darme la bienvenida y llamarme la atención merecidamente, el mismo día del examen final...
No esperé más y una semana después de aprobar el examen teórico, decidí hacer el examen práctico. A las ocho de la mañana de ese día, luego de revisar que todos los documentos estuvieran en regla, fuimos a lo que venimos: a manejar.
Seguí religiosamente las instrucciones del Oficial durante un kilómetro y luego de unos minutos, paramos en una ferretería; compramos un galón de pintura y seguidamente, fuimos a dejarlo a la casa de su amante (según sus palabras), a solo unas cuadras de la zona. Retroceda -me dijo secamente-, sin dejarme procesar la orden, para asimilar que podría ser una oscura trampa. -No puedo retroceder en vía pública, le respondí. -No se preocupe, -retroceda- insistió. Dos segundos después de la orden.., ¡Pumm! caímos en una alcantarilla sin tapa… quedando el carro embancado y sin posibilidades de salir por sí mismo. ¡Bájese y ahora me empuja Oficial! -le sugerí nervioso-, y luego del empujón y el arranque, salimos del hueco.
Regresamos tranquilamente por los barrios del sur sin contratiempos, y le insistí durante todo el camino, que haber caído en la alcantarilla no había sido mi culpa y que no quería por eso, que me aplazara. Notó que manejaba bien, que tenía la teoría aprobada, que conocía bien el vehículo y que irremediablemente, tenía que detenerme -completamente- en las señales de alto, según lo estipula la ley. Al final, mi examen práctico había sido aprobado de manera accidentada, pero al fin, obtuve el resultado.
Luego de unos días, mis angustias al transitar sin licencia por la ruta 32 habían desaparecido. Aquel espigado oficial de tránsito, de impecable uniforme, de botas negras a la rodilla y de buen trato que mordía en esa zona, ya no iba a sacar sus filosos dientes la vez que pasaba por su territorio, pues ya tenía el preciado documento. No supe más de él, pues parece haber caído por corrupto, con unos billetes marcados producto de las extras que recibía diariamente ocultos bajo la licencia.
Yo no supe de citas para sacar licencia; no había pandemia, no usábamos mascarillas, eran aquellos días cuando las computadoras eran del tamaño de un escritorio y las cosas funcionaban bien; pero ahora que las mismas caben en un maletín, sacar una cita para cada trámite dura entre seis, siete u ocho largos meses con suerte, mientras los títulos de Másters y las Licenciaturas del funcionario, permanecen colgados en la pared como un inútil adorno.
Pero no se asuste, en muchas instituciones del gobierno, estos períodos de tiempo podrían ser milagrosamente menores, si toca la puerta del funcionario que hoy en día ensucia las instituciones, dándoles su respectiva propina o una botella de whisky para agilizar el trámite; la misma ralea dañina de los gobiernos anteriores y que son los mismos que quieren repetir nuevamente, mas no han podido resolver el problema.
Pero volvamos un momento con mi hija, la que espero no use el Waze para ir a la pulpería, que gane limpiamente su licencia, y que no use el celular como vía intravenosa mientras conduce, por que manejar y tener licencia, es un hermoso acto de responsabilidad ante nuestros semejantes.
Manejar en estos días es como el juego de la ruleta rusa; un accidente mortal puede ocurrir en cualquier momento, al toparnos con un conductor alcoholizado, drogado, o con uno de los muchos irresponsable que se creen los dueños de las carreteras del país. En los últimos días, las muertes por accidentes de tránsito enlutan a las familias costarricenses, porque muchos han creído que manejar es meter primera, segunda o tercera, actividad mecánica que cualquier primate haría con precisión, con o sin licencia.
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