Confesiones evangélicas
Pedro Rafael Gutiérrez Doña.
En este argot, una “vigilia” es un tiempo de oración contínua que se prolonga hasta el amanecer. A las diez iniciaba un tiempo de música cristiana de adoración y alabanza que se prolongaba hasta la media noche; luego el Pastor daba un mensaje sobre la Biblia de una hora y después, comenzaban a orar. A las tres de la mañana se hacía una pausa y de seguido, invadía el local la charanga musical proveniente de la cantina vecina el "Águila Bar", lo que permitía entonces, tomar un café, evangelizar a los alcohólicos sin hogar y seguir orando hasta las seis de la mañana.
Este pastor del que les hablo, pasó de una humilde zona rural de Turrialba, acostumbrado a volar machete en los verdes cañaverales de Cartago y terminó luego de responder al llamado de Dios, viviendo en una mansión de concreto en el exclusivo Barrio Escalante de la capital. En aquel entonces, los penates de la iglesia, balbuceaban los mensajes divinos dirigidos a la prosperidad de todos los miembros, prosperidad que era reflejada exclusivamente en propiedades, viajes al extranjero y brillantes joyas usadas por el turrialbino y sus familiares, no así a las sometidas ovejas las que no lograron obtener durante años, las bendiciones prometidas a pesar del obligado pago del tributo bíblico.
Además de echarle ganas al llamado de “dios” para salvar almas y evangelizar, este pastor trasquilaba -según La Palabra- la fructífera lana de las ovejas, y afirmaba sin rubor que todo aquel que no daba, tenía demonios. Le encantaba el oro, llevaba dos anillos del tamaño de una tuerca de camión en sus callosas manos y sobre su cuello colgaban dos o tres cadenas del dorado metal, las que nunca le faltaban. ¡Mío es el oro y mía es la plata! (Hageo 2:8), citaba agitadamente aquel versículo, para justificar sus excentricidades.
Al correr de los meses, comenzaron a surgir “sucursales” de la iglesia en todas las provincias, apoyadas esta vez por un Apóstol puertorriqueño quien patentizó la marca del negocio y siguió los pasos del turrialbino, solo que ahora en los Estados Unidos. Parte del equipo además, estaba formado por una batería de “apóstoles” locales, expertos en el expansionismo evangélico. Uno de éstos, era un joven ascensorista de la extinta tienda La Gloria, quien luego de subir y bajar personas todo el día en ese su trabajo, pasó a pastorear una próspera iglesia herediana y construir una linda mansión en los cafetales de la zona, producto de las bendiciones del Señor, bendiciones que solo llegaban a los modernos levitas.
Los “profetas” de ese entonces, no pegaron una. Treinta y un años después y viviendo bajo los embates de una pandemia, de nada les sirvió apretar los ojos y gritar la jerigonza una y otra vez a la que muchos llaman “lenguas”, las que con el tiempo se convirtieron en un divino engaño, para todos los miembros a los que hoy en día no les da pena vivir de la trama bíblica. Dichas ‘profecías’ eran como aquellos mágicos e irracionales coloquios de Cervantes interpretados por el Hidalgo Don Quijote y su inseparable escudero Sancho Panza. Los ‘intérpretes’ de esas “lenguas” eran los que hablaban por la boca de “dios”, vestían saco y corbata, echaban fuera demonios, usaban perfume barato, nunca invitaban a un café y se embarraban de brillantina el pelo como lo hacía su astuto pastor.
Cierto día el Pastor de la iglesia organizó una campaña de evangelización en un barrio marginal de la capital, donde invitaban a los pobladores cercanos a través de megáfonos, a recibir el mensaje de salvación. Cantos de alabanza, adoración y danzas introducían el mensaje del religioso sin olvidar al final, recoger los abundantes diezmos y las ofrendas, porque todo obrero -decía- es digno de su salario (1 Timoteo 5:18).
En esa oportunidad fui testigo del dinero recogido; una sábana repleta de monedas y billetes de todas denominaciones sumaba cientos de miles, semejantes a los sacos de regalos que carga Santa Claus en la fecha de navidad. Como era costumbre, el dinero era contado en la oficina del pastor por lindas hermanitas de su confianza, una de ellas al final, responsable del adulterio cometido por el pastor y que dio al traste con el matrimonio con su esposa. Nunca reportaban los ingresos, nunca pudieron comprar un lotecito y construir la iglesia, nunca ayudaron a comunidades en emergencia, como ocurrió en 1991 cuando la ciudad de Limón fue abatida por un fuerte terremoto, ni las constantes inundaciones por la crecida de los ríos en Guanacaste, dejando sin hogar a decenas de familias.
Mientras esto ocurría en el ambiente evangélico, Rafael Ángel Calderón era electo Presidente del país, los hijos del pastor estudiaban en las mejores universidades privadas, conducían buenos carros y viajaban al extranjero de shopping para lucir lindos brocados en el culto de las siete. Y a solo tres bancas del púlpito, un grupo de fieles adultos mayores engañados con el cuento de la prosperidad, sufrían con fe y pedían oraciones por las innumerables goteras en sus latas de zinc.
Hoy en día que toreamos los embates de una mortal pandemia y desconocemos cuándo será su fin, no hemos logrado liberarnos aún de una vieja plaga, una plaga de estafadores de la fe organizados como la mafia, una plaga que no mata el cuerpo como el coronavirus, pero que sigue matando a diario el alma de nuestros semejantes, utilizando a neófitos inocentes y explotando sus necesidades.
pgutierrezd@gmail.com
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