Cuando somos víctimas de
xenofobia
Por: Pedro Rafael
Gutiérrez Doña
Motivado por un programa de televisión de la BBC de Londres donde se transmiten noticias especialmente para niños llamado Newsround, decidí compartir con ustedes estas reflexiones, y soplar deliberadamente, algunas brasas que nos arden. En dicho programa, niños británicos-chinos de 6 a 8 años, hablaron sobre algunos de los insultos xenófobos/racistas que habían sufrido, luego de que muchas personas afirman y confirman basados en incontables hipótesis, que el coronavirus comenzó en Wuhan, una ciudad de la República Popular China. En el programa en mención, los niños compartieron con la maestra y sus compañeros algunas de las frases que les gritaban en la cara, unas veces en la calle y otras en la escuela; y la más repetida era esta: ¡Váyanse para China!
Consciente de esta realidad, el 8 de mayo de 2020, el Secretario General de
las Naciones Unidas, Antonio Guterres, dijo que “la pandemia sigue desatando
una oleada de odio y xenofobia, buscando chivos expiatorios y fomentando el
miedo”...e instó a los gobiernos a “actuar ahora para fortalecer la inmunidad
de nuestras sociedades contra el virus del odio”.
En tiempos de nuestro Salvador Jesucristo, la advertencia gráfica
salida de la boca de Dios al tratarse del abuso perpetrado en contra de los
niños, nos invitaba sin ambages, a atarnos una piedra de molino al
cuello y tirarnos después a lo profundo del océano.
Convencido de estrechar la mano a la empatía, fácil es imaginar lo que pudo
haber sentido un niño de 7 años y lo que pasó por su cabeza al escuchar
exabruptos de esta naturaleza. En mi caso, yo no era un niño,
tampoco nos asolaba mortalmente una pandemia, era solo un adolescente
“carne de cañón”, que huía junto a mi familia de la traicionada revolución
sandinista allá por julio de 1979. En varias oportunidades y en
complicidad con la oscuridad de la noche, grupos de personas ocultos en los
cafetales gritaban frente a nuestra casa ¡Nicas hijuep*tas! En lo que a
mí concierne, sentí una mezcla de temor y de rabia, buscando sin poder
dormir, los motivos de los insultos y las agresiones. Pasados 42 años de
aquellas noches oscuras, aún no entiendo las razones.
Al correr de los años, la vida me premió con dos maravillosos hijos
costarricenses tico-nicas víctimas también en la escuela, de la cruel y
patológica xenofobia. En ese entonces, usaban el insulto en las aulas de clases
- y no precisamente en una escuela rural-, diciéndole a sus compañeros
"parecés nica", con la clara intención de humillarlos comparándolos
con lo peor.
No está de más recordar que a inicios de la pandemia del Covid-19, la zona
norte de nuestro país, donde la fuerza laboral está compuesta en su mayoría por
campesinos nicaragüenses, se exacerbaron los sentimientos de odio de muchos
nacionales y alertaron a las autoridades debido a los contagios, para
restringir algunas empresas de la zona y crear estrictos protocolos de
salud. Y en la búsqueda patológica de señalar chivos expiatorios a los que
se refería Guterres en un inicio, encontraron según ellos, la causa del
problema.
Vale recordar que este virus mortal llegó al país por el aeropuerto Juan
Santamaría y no por trochas, potreros de la zona fronteriza o los "espalda
mojadas" del Río San Juan. No, este fué importado por una pareja de
estadounidenses que venían infectados y no por nicaragüenses ilegales de la
zona norte, quienes son contratados por patronos de la zona de manera
ilegal.
Debido a esta situación, el Gobierno de turno en uno más de sus
circunloquios, anunciaba una investigación y advertía de sanciones severas a
los empresarios; pero como imaginé en aquel entonces, se convirtió en el
estallido de una bombeta y no se hizo absolutamente nada.
En cierta oportunidad, conversando de relaciones bilaterales con el ex embajador
de Costa Rica en Nicaragua, el respetado diplomático Don Carlos Ugalde, nos
señalaba que las relaciones tico-nicas eran como un eterno matrimonio; con sus
defectos y sus virtudes, pero que no habían posibilidades para un
divorcio. Desafortunadamente ser extranjero en muchas parte del mundo, no
permite “casarte” con el otro, - parafraseando al embajador-, y te convierte en
muchas ocasiones, en víctima de aquellos que destilan rencor.
No debemos olvidar nunca, que una vez que ponemos un pié después de la
guardarraya, nos convertimos en mortales extranjeros, condición forzada de la
que se alimenta esa ralea, para masticar odio y reproducirlo frente a nuestras
caras.
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