Mi perro y el Covid-19



 Pedro Rafael Gutiérrez Doña

 Si tuviera que subrayar uno de los importantes aciertos en las medidas tomadas por el gobierno para enfrentar la Pandemia del Covid-19 durante el último año, ha sido la restricción vehicular sanitaria.  Esta medida aplicada en muchas partes del mundo,  no solo evitó el aumento exponencial en los picos más altos de contagios que habíamos tenido de esta enfermedad,  sino que además, redujo porcentualmente la criminalidad, disminuyeron los accidentes de tránsito y en su efecto, las dolorosas y trágicas muertes en las carreteras de nuestro país. 

Pero la restricción no solamente afectó la conducta en nuestras vidas en general, sino que también afectó la de los animales en particular. Por eso, hay que señalar de entrada que la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Organización Mundial de la Salud Animal (OIE), la Asociación Mundial de Veterinarios de Pequeños Animales (WSAVA), así como otras instituciones de salud humana y animal, señalan que actualmente no hay evidencia científica de que los animales de compañía puedan propagar el COVID-19.

Dicho esto, millones de motores y vehículos en todo el mundo dejaron de circular sometidos por la restricción,  disminuyendo la contaminación producida por monóxido de carbono (CO) y el intolerable ruido generado por todas estas máquinas. Y mientras el país estaba en silencio y los desafinados karaokes nos daban una pausa,  la presencia de animales de todas las especies aumentó en plazas, calles, campos, y ciudades.  Justo a unas cuadras de donde vivo, un hermoso puma bajó de las faldas del Parque Nacional Braulio Carrillo y caminó en la madrugada en busca de alimento por las calles del pueblo;  a este puma se le sumó  un hermoso jaguar que  echado en la arena, observaba a la distancia a una turista acostada en su tabla de surf,  mientras su amigo celular en mano,  tomaba inolvidables fotografías en una afrodisíaca playa guanacasteca.

 No puedo dejar de señalar que es, durante el gobierno de Luis Guillermo Solís en el año 2017, que se publica la Ley de Bienestar de los Animales donde protege del abuso a nuestras mascotas, y nos pone a codearnos a nivel internacional –por lo menos en la letra-  en los primeros lugares del mundo en la protección y defensa a los derechos de los animales, dejando al desnudo, las salvajadas a las que son sometidos miles de animales en otras partes del mundo, donde hoy en día matar a toros en un redondel atravesado por letales espadas, es un asunto ‘cultural’. Algo parecido ocurre en nuestro entorno en el Redondel de Zapote y en encierros clandestinos,  donde decenas de toros cada fin de año, son abusados por toreros improvisados y aplaudidos por un público aturdido por los zumos del licor, en clara violación a la citada Ley de Bienestar de los Animales.

 En consecuencia, la restricción a la movilidad, hizo que millones de personas se vieran obligadas a permanecer por largos períodos de tiempo dentro de sus casas, incluidas sus mascotas,  encerradas y sin posibilidades de salir, padeciendo por el encierro junto a sus dueños, de estrés y de ansiedad. Consciente de la problemática,  un día de estos, y bajo la restricción de “Alerta Naranja” impuesta por el gobierno, noté al instante, que al abrir la puerta mi perro no estaba en casa.  Pregunté que si lo habían visto y pensé después que había escapado a dar una vuelta donde el vecino. Al no regresar en todo el día, aumentó mi preocupación tratando de creer sin fundamento, la posibilidad de que alguna perra vecina del barrio estaba lista para aparearse y se marchó tras de ella. 

 Lleno de muchas dudas a esa hora,  caminé a la pulpería y con voz preocupada le pregunté al pulpero sobre el paradero de mi perro, pero fue así mismo en vano, pues no sabía nada. Luego de dos largos días de búsqueda,  imaginaba lo peor, que algún desalmado lo hubiera atropellado en la pista y lo dejara tirado en media calle,  como ocurre con cierta frecuencia. Pero para sorpresa mía,  el vecino de la par me dijo que un carro de la Universidad, había pasado recogiendo a los perros callejeros, con tan mala suerte que incluyeron al mío,  cosa que a él le pareció muy extraño y decidió avisarme.

 Inmediatamente llamé a la Universidad y me dijeron que sí, que un grupo de Veterinarios estaban en un “Plan Piloto” de recolección de perros callejeros para usos investigativos, entre ellos exámenes para Covid-19 y otros,  para hacer prácticas en trasplantes de órganos, como los que se realizan en los humanos.  Luché telefónicamente con el veterinario que me atendió,  reclamando por el abuso que habían cometido y luego de haberle hecho la descripción exacta,  quería saber cómo estaba mi perro.  –Efectivamente, me dijo,  -aquí lo tenemos-… y antes de responder nada,  tiré  el teléfono  y me trasladé inmediatamente a la Facultad,  para traerlo de regreso.

Pensé tratando de no aumentar el estado de nervios que me encontraba, que había sido seleccionado para hacerle un exámen de Covid para perros.  El veterinario me dijo que a mi perro le habían explorado los intestinos, los cuales estaban colocados fuera de su cuerpo en una bandeja de esas de aluminio y que mediante un respirador artificial,  lo tenían "vivo".

Tomando un profundo respiro,  le pedí al doctor vestido con bata desechable, gorro  y tapabocas que me llevara donde estaba, dándome la bienvenida,  un fuerte olor a sangre y formalina que flotaba en el ambiente. Caminé por un frío y oscuro pasillo, donde perros de diferentes razas, en su mayoría “zaguates”  permanecían literalmente expuestos para las investigaciones.

Ahí está… –me dijo el doctor- y me señaló con lo blanco de su gabacha a mi perro, vivo aún, boca arriba y una manguera o dreno,  introducido en su estómago.

 Tomé un último impulso movido por el pesar para verle la cara y me topé con sus ojos, esos ojos de los perros…  Y al verme a la cara y chocar las miradas, ladró tan fuerte, pero tan fuerte,   que me despertó de lo que era..,  un horrible y pesado sueño.

 

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